
Donde nace la luz
En el avión, mientras la trilogía de El señor de los anillos pasaba frente a mis ojos, pensaba en todas las cosas que quería hacer cuando esté otra vez en casa después de 15 años. Tantas posibilidades se abrían ante mí: ¿podría cumplir mi sueño de trabajar en el ministerio del ambiente?, por fin podía pensar en tener una mascota.
Después de recoger mis maletas, vi a mi familia y algunos amigos en la recepción de pasajeros. Ellos llevaban flores y globos de bienvenida, entre lágrimas y sonrisas estreché a mi mamá, tías y abuelita. En el carro, saliendo ya del aeropuerto escuché las bocinas eléctricas innecesarias, vi a niños vendiendo golosinas y mis tías discutiendo la mejor ruta a casa a volumen muy alto. De pronto, sentí como un aguijón en ambas sienes. Tal vez fue el viaje largo, los pocos minutos de sueño que pude conciliar en el avión o el cansancio de la mudanza transcontinental que acababa de tener. O el conjunto de todo lo anterior que hizo que el traslado en carro fuera bastante insoportable. Pedí que bajaran un poco la voz, pero no pude evitar pensar que tal vez ya había pasado tantos años fuera de esta región y que posiblemente ahora yo era una extranjera en mi propia tierra. Pensé en que pasé mis años formativos de la adultez en otra sociedad y aunque siempre fui “otra” en ella, ahora también me sentía “otra” en la mía, al menos en esos últimos minutos.
Dediqué las siguientes semanas a visitar laboratorios de universidades y centros de investigación enfocados en la mitigación a la crisis climática. Fue en mi alma mater donde tuve la gran suerte de conocer a un grupo que estaba preparándose para una salida de campo a Oruro para colectar granos andinos. Inmediatamente supe que era la actividad perfecta para conocer mejor la realidad de esa región. Además podía aprender el dialecto quechua regional y saber las preocupaciones de los campesinos locales, lo que me ayudaría a formular mejor mis hipótesis. Pregunté si había espacio para una persona más y luego que la jefa del departamento coordinara algunos cambios en la cantidad de alimentos, me dieron la bienvenida a la expedición.
Al volver a casa, compartí la noticia con mi familia durante la cena, mi madre hizo una mueca que dibujó la comisura izquierda de sus labios hacia abajo. Algo que aprendí a reconocer en ella cuando estaba decepcionada. Mis tías también lo notaron y para apaciguar el ambiente me felicitaron y sonreían mucho. Luego, mamá rompió su silencio y con un tono serio dijo que debería estar centrada en encontrar un trabajo concreto, en lugar de “perder el tiempo viajando” y, además, cuándo pensaba formar una familia y “encaminarme en la vida”. Poco a poco un nudo se me formaba en la garganta y eché a llorar, con una pésima vocalización y cambios de voz intenté justificar mis decisiones. Cuando una de mis tías llevó a mi madre a su habitación y las que quedaron me consolaron tratando de convencerme que mi madre solo estaba preocupada por mí.
Un par de días después, nos enrumbamos con mis colegas a Oruro. Salimos algunas horas después de lo previsto porque los grifos no vendían gasolina, para lo cual el chófer tuvo que hacer cola desde muy temprano y llenar todo el tanque y algunos bidones más para el camino. En nuestra lenta salida de El Alto, colectamos especies silvestres y cultivadas de kiwicha y quinua. Tres días después, la kañawa todavía estaba elusiva para nosotros. Y aunque fuera de mi área de conocimiento, ahora ya sabía las claves taxonómicas para reconocerla y no confundirla con la quinua. Cuando estábamos por llegar a Oruro, la ciudad, vimos un grupo de transportistas que tomaron la carretera impidiendo cualquier paso. Estaban en huelga por la escasez de gasolina y la inestabilidad que su economía sufría, que depende del trabajo del día a día. Al no poder entrar a la ciudad, decidimos retroceder y volver a Caracollo, cuando el chófer recibió una llamada que informaba que Caracollo estaba cerrada también. De pronto cayó una lluvia torrencial que apenas permitía ver la carretera. Minutos después, vimos un letrero “Casa Comunal Jankoñuñu”, lo que recibimos como la mejor noticia del día.
Llegamos a la casa, tocamos la puerta y un joven muy apuesto con un perrito amarillo aparecieron. El chófer le explicó la situación y pidió quedarnos ahí por algunas horas. Bajamos todos y cuando entramos a la casa comunal vimos muchas familias conversando bajo un fondo musical local. Mientras saludábamos, nos recibieron con chicha y lawita, nosotros compartimos coca, gaseosa y galletas. Conversaba con un grupo de agricultoras de mediana edad sobre la huelga, las sequías que menguaron las cosechas del año pasado y las estrategias que ellas tenían para asegurarse que sí haya producción este año. En mi curiosidad pregunté:
-Tía Santosa, ¿ha visto mama o machu kañawa por aquí? De los que crecen solitos. Estamos buscando para poder conservar en la universidad.
-De los abuelos, ya poco hay. Cada granizada, cada sequía los mata. Con nuestros hijos y nietos en Oruro estudiando, no nos damos abasto para proteger nuestras plantas. Todos los jóvenes se han ido. Solo queda Katari, él nos ayuda más aquí.
Señala con la mirada al joven que nos recibió, que al escuchar su nombre nos saluda con una gran sonrisa y moviendo la cabeza. Él todavía está ocupado sirviendo chuñu con huevos revueltos al resto de mis colegas. Los ojos pequeños de la tía me recuerda a los de mi abuela paterna, que yo también heredé. Veo los surcos de su cara labrados por el frío y el sol y sus manos, que se entrelazan entre ellas, han cultivado año tras año la tierra. Una gran impotencia me invade, me pregunto ¿cómo podremos resistir el cataclismo climático? Si no podemos protegernos nosotros mismos, ¿qué podemos hacer por las otras especies? ¿En qué banalidades ocupamos nuestro día a día que no podemos hacernos cargo de un problema planetario que nos afecta a todos? ¿Así termina todo para nosotros? ¿De qué me sirve tantos años en la academia si no tengo un impacto real y a corto plazo en el mundo? Estoy absorta contemplando estas preguntas cuando noto que la lluvia ha parado y, al contrario, la música ha subido en decibeles. Sin embargo, no puedo evitar pensar que la conversación con tía Santosa no era una realidad particular sino un patrón. Todas las personas que entrevistamos desde El Alto hasta Caracollo viven esa misma experiencia.
Tomamos más chicha y luego empezamos a bailar en una ronda muy grande. El perrito amarillo, Qillu, salta y corre entre las personas de lado a lado. Mientras tomo de la mano a las comuneras y bailamos, conozco esos pasos, el ritmo, no tengo que aprender nada, mi cabeza se mueve al mismo ritmo que la de los demás. De hecho, estoy cantando a coro con todos esta canción. Miro alrededor, intento no pensar en las expectativas de mi madre, respiro hondamente y decido quedarme por algún tiempo en esta comunidad.